sábado, noviembre 9

La normalización de la violencia hacia los migrantes y refugiados: del ‘Bibby Stockholm’ al desierto del Sáhara | Internacional

La polémica en torno a la barcaza Bibby Stockholm, que el Gobierno británico está utilizando para alojar a solicitantes de asilo, arroja luz sobre una cuestión más amplia y profundamente preocupante en Europa: la alarmante normalización de la violencia estatal como medio de hacer frente a la migración. El causar sufrimiento se emplea como elemento disuasorio para evitar que los migrantes y refugiados no deseados lleguen a las costas europeas.

Esta violencia proviene de acciones estatales deliberadas, como la imposición de condiciones excesivamente punitivas a quienes entran irregularmente en Europa en busca de asilo. También dimana de la inacción deliberada de los Estados, como en el caso del naufragio de Pylos. En este caso, la intervención de los guardacostas griegos fue demasiado escasa y llegó demasiado tarde, a pesar de que las autoridades griegas y Frontex estaban informados desde hacía horas de las terribles condiciones en las que se encontraba la embarcación de migrantes y la vigilaban a distancia.

La violencia se ha convertido en un aspecto inherente de la respuesta europea a la migración, especialmente la que procede del Sur global. Se produce en diversos lugares en el interior de Europa y se extiende de manera progresiva fuera de sus fronteras a través de la externalización del control de la inmigración a terceros países.

La externalización de las fronteras se ha convertido en un elemento central de la estrategia de la Unión Europea para hacer frente a la migración irregular, especialmente desde la “crisis de los refugiados” de 2013-2016. Las muertes de migrantes en el mar han influido significativamente en las reacciones políticas y públicas a esta “crisis”. En un artículo publicado en The New York Times el 22 de abril de 2015, el ex primer ministro italiano Matteo Renzi suplicaba a la UE y a los líderes mundiales que “pusieran fin a esta carnicería”, ya que el mar Mediterráneo se había convertido en el cementerio de innumerables personas sin nombre, entre ellas hombres, mujeres y niños desesperados.

Las palabras de Renzi, aparte del imperativo moral, contenían dos matizaciones significativas y reveladoras: en primer lugar, la delimitación geográfica del territorio donde las muertes de migrantes eran relevantes — es decir, el mar Mediterráneo— y, en segundo lugar, la atribución de la responsabilidad de estas tragedias a los traficantes de seres humanos.

Posteriormente, el lema “parar los barcos para salvar a los inmigrantes” se ha convertido en el relato invariable de los políticos europeos de diversas afiliaciones políticas para justificar la externalización del control y de la aplicación de las leyes hacia países vecinos, de tránsito y de origen, como Libia, Marruecos, Egipto, Níger, Nigeria, Malí y Túnez. Por desgracia, esto implica a menudo pasar por alto los preocupantes historiales de estos Estados en materia de derechos humanos.

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Pero, ¿cuál es la posición de la opinión pública europea en todo esto?

Recordamos lo intenso que fue el clamor público por la muerte en 2015 de Alan Kurdi, un niño sirio de tres años, que forzó a Alemania a abrir sus fronteras a más de un millón de refugiados sirios.

La respuesta corta es: muy lejos. Uno de los resultados de la estrategia de externalización — aunque esto también es válido para la externalización interna generada por la distribución de personas en barcazas o islas remotas de Europa— es la colocación de migrantes y refugiados lejos de los ojos, oídos y corazones de los ciudadanos europeos. La criminalización de los agentes de la sociedad civil que apoyan y defienden a los migrantes y refugiados también contribuye a este resultado. En consecuencia, nadie debe rendir cuentas sobre la forma en que los terceros países emplean la financiación y los conocimientos europeos para vigilar la migración ni sobre las consecuencias mortales de la violencia fronteriza.

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