martes, octubre 15

El Giro de Italia traiciona su ser y modera su recorrido en 2024 | Ciclismo | Deportes

El Giro del 2024 se ha presentado en Trento. Saldrá de Turín el 4 de mayo —día que marca el 75º aniversario de la tragedia del Gran Torino: el avión que transporta al equipo de Valentino Mazzola se estrella al pie de la basílica de Superga, 31 muertos, 18 de ellos, los futbolistas del Torino— y terminará en Roma el 26. Seis llegadas en alto –Oropa, Prati di Tivo, Cusano Mutri, Mottolino, Monte Pana y Brocon—y dos etapas más de montaña, Sappada y Bassano del Grappa. Un total de 3.321 kilómetros en 21 etapas, con 70 kilómetros de contrarreloj.

El desnivel positivo total será de solo 42.900 metros, casi 9.000 metros menos que en 2023 y 8.000 menos que en 2022.

En el Giro del 22, el de Jai Hindley, solo hubo movimiento, y limitado, el último día, en la Marmolada; el del 23 de Roglic no tuvo ni eso: solo hubo diferencias, y no tantas, en la terrible cronoescalada del último día al monte Lussari. En un mundo ciclístico de eléctrico nerviosismo, y figuras como Vingegaard, Pogacar, Van Aert, Roglic, Evenepoel o Van der Poel a las que les encanta convertir la carretera y los puertos en un ring de boxeo todos los días, el Giro permanecía incólume, una roca, anclado en historias del siglo pasado, ciclismo de paciencia y espera, superados los ciclistas por sus paisajes desbordantes, por sus Dolomitas pálidos y hermosos, por cualquiera de sus cuestas en los Abruzos, por sus muros en las Marcas. Era un consuelo para los aficionados maduros, un desconcierto para los jóvenes que, seguramente, aplaudirán felices el diseño del Giro de 2024, que nace como una traición a tradiciones que se decía intocables.

Los organizadores comprueban el descenso de audiencias televisivas y se declaran también hartos de Giros bloqueados hasta el último día que los ciclistas —tan amantes del hoy no ataco, mañana sí, quedan muchos días duros por delante— justificaban diciendo que había tanta dureza concentrada en la última semana que gastar fuerzas antes sería de estúpidos.

En el del 24, creen sus dibujantes, no ocurrirá eso. Prohibido el cálculo. Como si fuera una Vuelta cualquiera o un Tour de los últimos años, el segundo día ya tendrá una dura llegada en alto, la del Santuario de Oropa del sufrimiento de Indurain en el 93, del éxtasis de Pantani en el 99. Y como si fuera cualquier carrera, la última semana no será la del más difícil, más brutos, todavía, acumulación y desborde, sino algo tranquilito. Solo tres de sus seis días serán montañosos, ma non troppo, y sin nombres que espeluznen: un Monte Pana el martes, con paso por el Stelvio de salida; un Brocon doble el miércoles y una doble ración del Monte Grappa el sábado antes de tomar un vuelo chárter para Roma en Treviso. Como guiño al futuro, una etapa toscana con sterrato tipo Strade Bianche (la sexta, Viareggio-Rapolano Terme). Como animación, una gran etapa en los Abruzos (la octava, con final en Prati di Tivo); como reliquia del pasado, la 15ª, los 220 kilómetros, siete horas sobre la bici por los Alpes hasta Livigno, en la frontera con Suiza, los 18 kilómetros de la interminable Forcola di Livigno, con paso por la aduana, y el final loco de 1.800 metros en la pista de esquí del Mottolino y sus rampas al 18%: 5.200 metros de desnivel positivo para el cuerpo.

Para salpimentar el todo, 70 kilómetros de contrarreloj divididos en dos tomas: 38 kilómetros rompepiernas en Perugia el séptimo día, y 32 llanísimos por el Lago Garda el 14º.

No sería mal plan si tuviera buena pareja. La solución al segundo gran problema del Giro, su pobre participación, no parece estar en las manos de los organizadores, que se encuentran con que los mejores corredores –los cuatro magníficos: Vingegaard, Roglic, Pogacar y Evenepoel— solo piensan en el Tour y consideran imposible ganar las dos carreras el mismo año, separadas como están por solo cuatro semanas.

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