El terrible terremoto se produjo el viernes por la noche, en las regiones próximas a Marraquech. A las 23.11. El temblor se sintió incluso en Fez. No me enteré de la noticia hasta el sábado por la mañana. Inmediatamente, me puse en contacto con mi familia y amigos en Rabat, Salé, Casablanca, Azilal, Marraquech, Agadir. Estaban bien. Todos hablaban de la interminable noche de horror que acababan de vivir. Teníamos mucho, mucho miedo. Pasamos la mayor parte de esa noche en la calle. En las aceras. En los jardines. En solares. En las plazas. Al lado de los semáforos. Por fin hemos comprendido lo que viven los refugiados en los fríos caminos del exilio. No tienen más que el cielo y la tierra. Nos sentíamos desarraigados en nuestro país. Abandonados. Entregados a un poder nocturno invisible y muy destructivo. No somos nada, cosas minúsculas sobre la Tierra. Estamos muy cerca del final. Sentimos cómo se acerca la muerte. Lloramos mucho esa noche. Pero todavía estamos aquí, vivos y todavía con miedo.
Me sentí aliviado. Tranquilizado. Les transmití a estos seres queridos las palabras más cariñosas y el ánimo más fuerte que pude encontrar en mi corazón.
Después empecé a seguir las noticias, por televisión y por las redes sociales. Como mucha gente, quería ver imágenes de esta catástrofe. Las consecuencias. Los daños. Las tragedias.
Me pasé todo el sábado pegado a las pantallas. Y cuanto más miraba, más y más vergüenza sentía de mí mismo. Al final, no era más que un egoísta que piensa ante todo en sus allegados, un egoísta que se preocupa en primer lugar por las personas que conoce. Mi familia y mis amigos están bien, eso es lo único que importa. ¿Los demás? Siempre es abstracto, los demás, los desconocidos.
Solo que allí, en los pequeños vídeos que circulan por Instagram, Facebook, YouTube, vemos una verdad desnuda, una verdad terriblemente abrumadora. Vemos el Marruecos de los olvidados que sufren, que caen y que lloran sin cesar. Este terrible temblor ha afectado a la gran Marraquech, sí, pero se ha cobrado la mayoría de sus víctimas en los pueblos y pequeñas ciudades. Iguil. Moulai Brahim. Amizmiz. Y en los alrededores del pueblo de Tarudant. Las imágenes muestran cosas horribles: pueblos río arriba completamente destruidos, casas derrumbadas como castillos de naipes, mezquitas en el suelo, minaretes partidos en dos. Las imágenes muestran a los supervivientes deambulando, buscando, sin saber qué decir, llorando y dando vueltas. Esperan que el Gobierno y sus fuerzas vengan a rescatarlos. A consolarlos. A hablar con ellos. Los supervivientes todavía tienen algo de esperanza.
La tarde de este sábado negro, esa esperanza se ha esfumado por completo. La ira aumenta. Descubrimos las vidas y las historias de este Marruecos abandonado que se encuentra a apenas 100 kilómetros de Marraquech y de sus lujosos palacios. Empiezan a tomar la palabra. Algo tiene que salir. Una profesora publica este tuit: “Todos mis alumnos están muertos”. Otro profesor, otro tuit: “Todos mis alumnos están muertos”. Y en un vídeo: un padre contra la pared; acaba de perder a su mujer y a todos sus hijos, quiere gritar, no puede, quiere hablar de la injusticia de ser un pobre en Marruecos, uno de los que no cuentan en Marruecos, no consigue hacerlo, tiembla como un niño y acaba gritando: “¿No somos también nosotros parte de Marruecos?”
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Esta pregunta se formula con extremo dolor, extrema dulzura y extrema impotencia.
Esta pregunta ha molestado a muchos marroquíes. Me persigue. Ahora está en la mente de todos. En todos los corazones. En todas las conciencias. Como un “yo acuso” de Émile Zola. Ya no podemos fingir que desconocemos las condiciones de vida de los más pobres. Los que hay que esconder. Creíamos que estaban muy lejos. Y, en cambio, los tenemos muy cerca. En el centro de la imagen y del acontecimiento. El terremoto los saca a la luz. En una miseria que se muestra ante todo el mundo. En vídeos que viajan a todas partes. Y que hacen llorar a mucha gente.
Pero hasta ahora no ha habido respuesta de aquellos a quienes iba dirigida esta pregunta.
El PIB de Marruecos no deja de crecer desde hace varios años. Pero el crecimiento económico no beneficia a todos. Lo sabíamos. Ahora, por culpa de este terremoto, lo vemos, comprendemos perfectamente la exclusión, la marginación. Y es insoportable. Insostenible.
Sentimos vergüenza. Siento vergüenza. Cuando me enteré de la noticia el sábado por la mañana, solo pensé en mi pequeño mundo. Las vidas de los otros no contaban tanto como las de mis seres queridos. Yo también he contribuido al sufrimiento del Marruecos pobre. Me olvidé de pensar inmediatamente en aquellos que siempre han sido olvidados.
Hace un año y medio, en un pequeño pueblo del norte de Marruecos, el pequeño Rayan cayó a un pozo. Su tragedia conmovió al mundo entero. Su triste destino reveló la dura vida y la absoluta precariedad de los pobres en Marruecos.
Desde el viernes por la noche, el terrible terremoto nos ha obligado a mirar de nuevo a este otro Marruecos sumido en la miseria. El Marruecos que no tiene nada. Wallou [nada, en el árabe dialectal marroquí]. Pero esta vez no debemos conformarnos con una solidaridad superficial. Ahora algo tiene que cambiar. La mirada profunda del poder sobre sus propios ciudadanos.
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