sábado, noviembre 9

La balada ‘country’ de la América rural contra las élites de Washington | Internacional

La última vuelta de tuerca al mito, tan estadounidense, del hombre corriente que, harto de que su voz no sea escuchada, la alza contra el sistema, es un muchachote de barba pelirroja armado con una guitarra, un cantante country-folk de escasa fortuna llamado Oliver Anthony. Esa vida entre muchas otras, marcada por los problemas mentales y el alcoholismo, cambió con la publicación en internet el 11 de agosto de un video en el que, en mitad del bosque y acompañado por dos de sus tres perros, entonaba una balada cuyo título, Rich Men North of Richmond, juega con las palabras para responsabilizar de la “maldita vergüenza” de mundo que están dejándole a él y a los que son como él los hombres ricos más allá de la capital de Virginia. Una ciudad que también lo fue de la Confederación durante la Guerra Civil.

Al norte de Richmond, baliza en la frontera mental con el Sur de Estados Unidos, están, a unos 175 kilómetros, Washington, capital de la Unión, y sus élites. A ellas responsabiliza en la letra Anthony de tener que “vender su alma y trabajar todo el día”, de la asfixia de la inflación y los impuestos, y les acusa de hacer cualquier cosa por controlar a la gente. La canción habría gustado a Ronald Reagan —autor de la frase “El Gobierno no es la solución, es el problema”—, también por sus críticas a quienes se benefician del sistema de bienestar social, que motivaron al gran cantautor izquierdista británico Billy Bragg a contestar después con un artículo (titulado “Esa canción que reivindica solidaridad con los trabajadores sólo beneficia a los ricos que los explotan”) y con una composición en la que reprochaba a Anthony su desconcertante conciencia de clase y que enfrentara a unos oprimidos contra otros. También le ofrecía una vieja solución a sus problemas: “Afiliate a un sindicato”.

Himno para los republicanos

Destacados miembros de la derecha política y mediática corrieron a apropiarse del mensaje de autenticidad (o, al menos, de la ilusión de esta que transmite el video) de Rich Men... Creyeron haber dado con el himno perfecto de la América trabajadora, olvidada por el “régimen socialista de Joe Biden”. Y así fue cómo Anthony, además de convertirse en un inesperado número uno y de acumular 60 millones de visitas en YouTube y 50 millones de escuchas en Spotify, se colocó en el centro de una guerra cultural que registró su más desagradable escaramuza en el reciente debate de los candidatos republicanos en Milwaukee, cuyos organizadores, la cadena Fox News, abrieron con el vídeo de la canción. Acto seguido, pidieron una opinión a los participantes sobre por qué creían que esta había tocado nervio en la sociedad estadounidense. El gobernador de Florida, Ron DeSantis, dijo: “Nuestro país está en declive. (…) Esos hombres ricos al norte de Richmond nos han colocado en esta situación”.

Al día siguiente —tal vez en otra demostración de que el mundo se ha conjurado para llevar la contraria a DeSantis, cuya hace no tanto prometedora carrera hacia la Casa Blanca languidece, calamitosa―, el músico respondió con otro vídeo, en el que durante 10 minutos decía que él también considera al gobernador y los demás tras los atriles de Milwaukee como hombres ricos al norte de Richmond. “Esto no va de Joe Biden”, añadió. “Es mucho más grande que él”. Y lo cierto es que su embrujo ha ido más allá de la audiencia conservadora: la canción ha calado en este, otro verano del descontento, en oyentes de todo el espectro, que empatizan con la idea del hombre corriente y su lista de quejas al poder.

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El éxito de Anthony ha llegado en mitad de una fenomenal temporada para la música country en Estados Unidos, gracias a otro hit de Jason Aldean, trovador trumpista de la América rural natural de Macon (Georgia). Más cómodo con el maridaje entre música y valores conservadores, Aldean es autor de Try That in a Small Town, una defensa de la vida y las costumbres de los pequeños pueblos, frente a la depravación liberal y la criminalidad de las ciudades.

El vídeo de la canción fue el motivo para la controversia, en gran parte, porque está rodado en el juzgado de un condado de Tennessee donde en 1927 lincharon a un muchacho negro. La cadena Country Music Television prohibió la emisión del clip, que reproduce imágenes de disturbios durante las protestas de Black Lives Matter y de cámaras de seguridad de tiendas mientras son atracadas, por considerar que difunde mensajes racistas y que contiene versos que glorifican la violencia armada y el ojo por ojo. Aldean no oculta su simpatía por Donald Trump y promociona la marca de su esposa de camisetas con mensajes dirigidos a la Administración de Biden —“Cierra la puta frontera”— o lemas como “No es conservadurismo, es sentido común”. Se ha defendido diciendo que han confundido su apología de la vida en una pequeña comunidad con otra cosa.

A lomos de la controversia, el cantante, ganador de cinco grammies, también conquistó por primera vez en su carrera el número uno de la lista Billboard, que, dicho sea de paso, el consumo digital ha convertido en un asunto bastante anárquico e impredecible. Y lo hizo en una semana en la que se dio un hito histórico: los tres puestos en cabeza (el segundo fue Last Night, de Morgan Wallen, y el tercero, Fast Car, una versión del clásico de Tracy Chapman a cargo de Luke Combs) los coparon por primera vez canciones countries. “Los tres temas, pero sobre todo el de Aldean y el de Wallen, son éxitos alentados no tanto por fans del género, sino por gente interesada en promocionar una determinada agenda política”, considera David Cantwell, autor de The Running Kind: Listening to Merle Haggard, un interesante ensayo sobre la leyenda del country forajido. Esa estrategia denunciada por Cantwell explicaría por qué la canción de Aldean se desplomó a la semana siguiente al puesto 21 de Billboard.

Una visión un tanto esquemática del asunto ha asociado tradicionalmente el country —con permiso de la equilibrista Dolly Parton, a cuya equidistancia política parece aspirar Anthony— con el conservadurismo en Estados Unidos. “En los últimos dos años, parecía que se estaba abriendo a otras realidades, artistas negros o queer, pero los últimos éxitos vuelven a un viejo patrón: están protagonizados por hombres blancos cabreados”, opinó en la cadena pública de radio NPR el profesor Charles Hughes, del Rhodes College de Memphis.

Aunque, como él mismo músico defiende, no haya motivación política en el ánimo de Anthony, lo cierto es que hace tiempo que el Partido Republicano ha encontrado la fórmula para canalizar ese cabreo blanco y el resentimiento contra las élites de los que quedan atrás que retrata Rich Men…, cuya letra, que incluye una referencia al pedófilo Jeffrey Epstein, ha sido analizada minuciosamente, como lo es casi todo ahora, a derecha e izquierda. De momento, su golpe de suerte lo ha convertido en un unicornio difícil de atrapar no solo para los partidos; también para los medios (ha concedido una única entrevista, en el pódcast del libertario Joe Rogan) y los ejecutivos de la industria discográfica: el tipo asegura que ha rechazado una oferta de una multinacional por ocho millones de dólares (7,5 millones de euros).

Es además escurridizo para los amantes del directo. Aunque su agenda ya se va llenando con citas en festivales repartidos por el centro del país, de Kentucky a Misuri, hasta ahora solo había aparecido en un par de ocasiones en garitos de Carolina del Norte, y en un concierto que se agotó en seguida en Farmville (Virginia), su pueblo. Un pueblo a una hora al sur de Richmond.

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